«Malos tiempos para la lírica» – Bertold Brecht

MALOS TIEMPOS PARA LA LÍRICA

Ya sé que sólo agrada
quien es feliz. Su voz
se escucha con gusto. Es hermoso su rostro.

El árbol deforme del patio
denuncia el terreno malo, pero
la gente que pasa le llama deforme
con razón.

Las barcas verdes y las velas alegres de Sund
no las veo. De todas las cosas,
sólo veo la gigantesca red del pescador.

¿Por qué sólo hablo
de que la campesina de cuarenta años anda encorvada?
Los pechos de las muchachas
son cálidos como antes.

En mi canción, una rima
parecería casi una insolencia.

En mí combaten
el entusiasmo por el manzano en flor
y el horror por los discursos del pintor de brocha gorda.
Pero sólo esto último
me impulsa a escribir.

ESTO ME ENSEÑARON (del “Libro de lectura para los habitantes de las ciudades”)

Sepárate de tus compañeros de estación.
Vete de mañana a la ciudad con la chaqueta abrochada,
búscate un alojamiento, y cuando llame a él tu compañero
no le abras.¡Oh, no le abras la puerta!
Al contrario,
borra todas las huellas.

Si encuentras a tus padres en la ciudad de Hamburgo, o donde sea,
pasa a su lado como un extraño, dobla la esquina, no los reconozcas.
Baja el ala del sombrero que te regalaron.
No muestres tu cara ¡Oh, no muestres tu cara!
Al contrario,
borra todas las huellas.

Come toda la carne que puedas. No ahorres.
Entra en todas las casas, cuando llueva, siéntate en cualquier silla,
pero no te quedes sentado. Y no te olvides el sombrero.
Hazme caso:
borra todas las huellas.

Lo que digas, no lo digas dos veces.
Si otro dice tu pensamiento, niégalo.
Quien no dio su firma, quien no dejó foto alguna,
quien no estuvo presente, quien no dijo nada,
¿cómo puede ser cogido?
Borra todas las huellas.

Cuando creas que vas a morir, cuídate
de que no te pongan losa sepulcral que traicione donde estás,
con su escritura clara, que te denuncia,
con el año de tu muerte, que te entrega.
Otra vez lo digo:
borra todas las huellas

(Esto me enseñaron)

 COPLAS DE “MACKIE CUCHILLO” (de “La ópera de cuatro cuartos”)

Y el tiburón tiene dientes
y a la cara los enseña,
y Mackie tiene un cuchillo
pero no hay quien se lo vea.
 
El tiburón, cuando ataca,
tinta en sangre sus aletas,
Mackie en cambio lleva guantes
para ocultar sus faenas.
 
Un luminoso domingo,
un muerto en la playa encuentran,
y el que ha doblado la esquina
en ese instante, ¿quién era?
 
Schmul Meier, como otros ricos,
se ha esfumado de la tierra.
Cuchillo tiene su pasta
pero nadie lo demuestra.
 
Se ha encontrado a Jenny Towler
de una cuchillada muerta.
Cuchillo, que está en el puerto,
parece que ni se entera.
 
En el incendio, un anciano
y siete niños se queman.
Mackie está entre los mirones
pero nadie le molesta.
 
La viuda, menor de edad,
cuyo nombre mucho suena,
amanece violada.
Mackie, ¿quién paga la cuenta?
 
Los peces desaparecen
y los fiscales, con pena,
al tiburón por fin llaman
a que a juicio comparezca.
 
Y el tiburón nada sabe,
y al tiburón, ¿quién se acerca?
Un tiburón no es culpable
mientras nadie lo demuestra.

 

DE TODOS LOS OBJETOS

De todos los objetos, los que más amo
son los usados.
Las vasijas de cobre con abolladuras y bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera
han sido cogidos por muchas manos. Estas son las formas
que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas,
desgastadas de haber sido pisadas tantas veces,
esas losas entre las que crece la hierba, me parecen
objetos felices.
 
Impregnados del  uso de muchos,
a menudo transformados, han ido perfeccionando sus
formas y se han hecho preciosos
porque han sido apreciados muchas veces.

Me gustan incluso los fragmentos de esculturas
con los brazos cortados. Vivieron
también para mí. Cayeron porque fueron trasladadas;
si las derribaron, fue porque no estaban muy altas.
 
Las construcciones casi en ruinas
parecen todavía proyectos sin acabar,
grandiosos; sus bellas medidas
pueden ya imaginarse, pero aún necesitan
de nuestra comprensión. Y, además,
ya sirvieron, ya fueron superadas incluso. Todas estas cosas
me hacen feliz.

HOLLYWOOD

Para ganarme el pan, cada mañana
voy al mercado donde se compran mentiras.
Lleno de esperanza,
me pongo a la cola de los vendedores.

LA CRUZADA DE LOS NIÑOS (de “Historias de almanaque”)

En Polonia, en el año treinta y nueve,
se libró una batalla muy sangrienta
que convirtió en ruinas y desiertos
las ciudades y aldeas.

Allí perdió la hermana al hermano
y la mujer al marido soldado.
Y, entre fuego y escombros, a sus padres
los hijos no encontraron.

No llegaba ya nada de Polonia.
Ni noticias ni cartas.
Pero una extraña historia, en los países
del Este circulaba.

La contaban en una gran ciudad,
y al contarlo nevaba.
Hablaba de unos niños que, en Polonia,
partieron en cruzada.

Por los caminos, en rebaño hambriento,
los niños avanzaban.
Se les iban uniendo muchos otros
al cruzar las aldeas bombardeadas.

De batallas y negras pesadillas
querían escapar
para llegar, al fin,
a algún país en el que hubiera paz.

Había, ente otros, un pequeño jefe
que los organizó.
Pero ignoraba cuál era el camino,
y ésta era su gran preocupación.

Una niña de once años era
para un niño de cuatro la mamá:
le daba todo lo que da una madre,
mas no tierra de paz.

Un pequeño judío iba en el grupo.
Eran de terciopelo sus solapas
y al pan más blanco estaba acostumbrado.
Y, sin embargo, todo lo aguantaba.

Más tarde se sumaron dos hermanos,
y ambos eran muy buenos estrategas
para ocupar las chozas en el campo
los campesinos cuando llueve dejan.

Y también había un niño muy delgado
y pálido que siempre estaba aparte.
Tenía una gran culpa sobre sí:
la de venir de una embajada nazi.

Y un músico, además, que en una tienda
volada había encontrado un buen tambor.
Tocarlo les hubiera delatado,
y el niño músico se resignó.

Y hasta un perro llevaban que, al cogerle,
se disponían a sacrificar.
Pero ninguno se atrevía a hacerlo,
y ahora tenían una boca más.

También había una escuela
y en ella un maestrito elemental.
La pizarra era un tanque destrozado
donde aprendían la palabra "paz".

Y, al fin, hubo un concierto entre el estruendo
de un arroyo invernal.
Pudo tocar el niño su tambor,
pero no le pudieron escuchar.

No faltó ni siquiera un gran amor:
quince años el galán, doce la amada.
En una vieja choza destruida,
la niña el pelo de su amor peinaba.

Pero el amor no pudo resistir
los fríos que vinieron:
¿cómo pueden crecer los arbolillos
bajo toda la nieve del invierno?

Hubo incluso una guerra
cuando otro grupo se encontraron.
Pero viendo en seguida que era absurda,
la guerra terminaron.

Cuando era más reñida la contienda
que en torno a una garita sostenían
una de las dos partes
se quedó sin comida.

Al saberlo la otra, decidieron
un saco de patatas enviar
al enemigo, porque sin comer
nadie puede luchar.

A la luz de dos velas
un juicio celebraron.
Y, tras audiencia larga y complicada,
el juez fue condenado.

Hubo un entierro, en fin: el de aquel niño
que tenía el cuello de terciopelo.
Dos alemanes junto a dos polacos
enterraron su cuerpo.

No faltaban la fe ni la esperanza,
pero sí les faltaba carne y pan.
Quien les negó su amparo y fué robado
después, nada les puede reprochar.

Mas nadie acuse al pobre que a su mesa
no los hizo sentar.
Para cincuenta niños hace falta
mucha harina: no basta la bondad.

Si se presentan dos, o incluso tres
es fácil que cualquiera los atienda.
Mas cuando llegan niños en tropel
las puertas se les cierran.

En una hacienda destruida, harina
hallaron en pequeña cantidad.
Una niña en mandil, de once años,
durante siete horas coció pan.

Amasaron la masa largamente,
la leña, bien cortada, ardía bien,
pero el pan no subió
porque ninguno lo sabía cocer.

Decidieron marchar,
buscando sol, al Sur.
El Sur es donde a mediodía todo
está lleno de luz.

A un soldado encontraron
herido en un pinar.
Siete días cuidándole, y pensaban
"Él nos podrá orientar".

Mas el soldado dijo: "¡A Bilgoray!"
Debía de tener
mucha fiebre: murió al día siguiente.
Le enterraron también.

Y los indicadores que encontraban
la nieve apenas los dejaba ver.
Pero ya no indicaban el camino,
todos estaban puestos al revés.

Aunque no se trataba de una broma:
sólo era una medida militar.
Buscaron y buscaron Bilgoray,
mas nunca la pudieron encontrar.

Se reunieron todos con el jefe,
confiados en él.
Miró el blanco horizonte y señaló:
"Por allí debe ser".

Vieron fuego una noche:
decidieron seguir sin acercarse.
Pasaron tanques, otra vez, muy cerca,
pero iban hombres dentro de los tanques.

Al fin, un día, a una ciudad llegaron,
y dieron un rodeo.
Caminaron tan solo por la noche
hasta que la perdieron.

Por lo que fue el sureste de Polonia,
bajo una gran tormenta, entre la nieve,
de los cincuenta niños
las noticias se pierden.

Con los ojos cerrados,
dentro de mí los veo cómo vagan
de una casa en ruinas
a otra bombardeada.

Por encima de ellos, entre nubes,
caravanas inmensas
penosamente avanzan contra el viento,
y, sin patria ni meta,

van buscando un país donde haya paz,
sin incendios ni truenos,
tan diferente a aquel de donde vienen.
Y, unidas, forman un cortejo inmenso.

Y, al caer el ocaso, ya sus caras
no parecen iguales.
Ahora veo caras de otros niños:
españoles, franceses, orientales…

Y en aquel mes de enero,
en Polonia encontraron
un pobre perro flaco que llevaba
un cartel de cartón al cuello atado.

Decía: "Socorrednos.
Perdimos el camino.
Este perro os traerá.
Somos cincuenta y cinco.

Si no podéis venir,
dejadle continuar
No le matéis. Sólo él
conoce este lugar".

Era la letra de niño
y campesinos quienes la leyeron.
Ha pasado un año y medio desde entonces.
Desde que hallaron, muerto de hambre, un perro.

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